Capítulo 2 - La coma elíptica

Aprovechando la mínima frescura que las primeras noches de enero ofrecían tras el bochorno de las horas de sol, Pablo caminaba por la ciudad sin rumbo, sólo para despejarse un poco, para salir del encierro bajo el aire acondicionado al que se sometía.

Una sonrisa permanente lo acompañaba desde que saliera de su casa, en la Cuarta Oeste, y es que en un paredón de su misma cuadra alguien había reproducido el grafiti «¡Esta, mi ley!», también con pintura roja, y en un portón una calle más allá la leyenda estaba escrita en negro, y también negra era la que había en la persiana de un negocio unos metros adelante…

Apenas asomado por entre las cortinas de las puertas de cristal que dan al balcón, Unmalpa miraba satisfecho y orgulloso la estatua de su perro en la punta de la Pirámide de Agosto, nombre que el monumento pasó a tener después de su decreto 807, puesto que ese era el mes en el que había nacido Goliat.

Miró el reloj en su muñeca. Faltaban tres minutos para las nueve, hora en que había acordado una reunión con el secretario de Gabinete.

Lentamente caminó por los desiertos pasillos de la Casa Rosada y llegó a su oficina, donde ya lo esperaba el secretario de Gabinete, acomodado en uno de los sillones. «Buen día, señor secretario», dijo Unmalpa, quien, como todas las mañanas, recibió como respuesta de parte de Goliat un movimiento sumiso de cabeza acompañado de la agitación breve de esa cola que golpeaba contra el respaldo del sillón haciendo un ruido seco. «¿Cómo va en su segundo día de trabajo?», le preguntó Unmalpa. De un salto, el perro llegó a su lado para que le acariciara la cabeza.

Estaba por cumplir un mes de mandato y Unmalpa no podía aún cubrir todos los cargos que la presidencia necesitaba, y es que estaba convencido de que el mundo se había vuelto en su contra debido a una conspiración de extraterrestres de izquierda que les pasaban sobres con plata a todos los que él creía que eran sus amigos para que lo boicotearan. Las pruebas eran contundentes: algunas de las personas a las que había llamado para ocupar ministerios o secretarías le cuestionaban la idea de cerrar el Congreso y reescribir la Constitución asegurando que eso era demasiado, y esto para él ya era prueba irrefutable de un complot en su contra.

Por eso decidió emitir el decreto 2.041, cuyo artículo tres anunciaba: «Facúltase a todo ser vivo a ocupar cargos públicos en al ámbito del Estado nacional». En tanto, el capítulo cuatro establecía: «En caso de que quien ocupe un cargo público no cuente con mano prensil, su firma puede ser realizada por el funcionario superior inmediato a él, de la misma manera, este puede oficiar de albacea dativo respecto de las remuneraciones mensuales percibidas por los sujetos definidos en el Art. 3 de la presente».

Esto posibilitó el ingreso al Ejecutivo nacional de Goliat como secretario, amén de la cantidad de gatos, cuises, ovejas, canarios y otros animales que se sumarían a las segundas y terceras líneas de poder.

El decreto, por supuesto, pasó a ser tema de debate en los medios de comunicación, especialmente en los programas de análisis político de los canales de todo el país e incluso del extranjero. Pero en la noche del 5 de enero, uno de esos canales optó por quitar el foco de este tema y apuntar a lo que estaba sucediendo en las paredes de las ciudades.

Las fotos de la leyenda se habían multiplicado en las redes sociales, así que el «¡Esta, mi ley!» no tardó mucho en replicarse. Los muros de las urbes más importantes ya lucían la frase, mientras que en las más pequeñas y en los poblados más recónditos no faltaba alguien que se animara a reproducirla.

Un semiólogo, una lingüista, un sociólogo y la ganadora más reciente de Gran Hermano conformaban el panel que debatía, ante las incisivas preguntas de los conductores, sobre si la frase en cuestión era un insulto y una falta de respeto a la investidura presidencial o si era una clara manifestación de apoyo.

Durante dos horas, millones de hogares del país fueron testigos de la discusión que, como la mayoría de esas discusiones, no arribó a nada.

Es que mientras que el sociólogo se mostraba tibio en sus opiniones, el semiólogo sostenía que quien escribía esa leyenda atacaba al presidente, y la lingüista, con sorna, aseguraba que la coma en la estructura del mensaje era lo que se denomina «coma elíptica», por lo que la frase no hacía más que reproducir lo que decía el presidente cada vez que publicaba un decreto, eso de «esta es mi ley», lo que de alguna manera se convertía en una suerte de mensaje genérico que no dejaba lugar a dudas de que, al final, tenía el sentido que cada una de las personas que lo escribía quería darle, lo que llevó a que fuera la ganadora de Gran Hermano quien cerrara la discusión concluyendo que, para ella, cada quien era libre de escribir lo que quisiera, siempre y cuando no manchara paredes recién pintadas, porque eso sí que era realmente feo, y esto, dicho casi sobre el final del programa, cerró el álgido debate.

Encerrado en su despacho junto al secretario de Gabinete, la directora de Medios (una coneja de Angora nombrada esa tarde) y el ministro de Justicia (este sí era humano), Unmalpa siguió atento tanto las disquisiciones televisivas sobre la leyenda que se multiplicaba en las paredes como lo que sobre el tema se decía en las redes sociales, y luego mantuvo una profunda conversación con el resto de los funcionarios a propósito de lo escuchado.

En tanto, a varios kilómetros de allí, Pablo, aburrido por el sinsentido de tantas palabras en torno a la proliferación de grafitis con la frase que había pintado, se quedó dormido en el sillón y, como le venía sucediendo casi todas las noches, soñó con el Pollo.