Capítulo 8 - El traidor

—Se dan cuenta de que el tipo es un tarado, de que lo único que sabe hacer es sentirse un monarca y dar gritos —dijo uno de los hombres sentados a la mesa.

—Lo sabemos, lo sabemos, pero tenemos que tratar de que crea que es el rey que supone que es, y para eso hay que darle tiempo. Entiendan que es un poco lento de sesera y que su sentido de la realidad es el de un niño —intentó tranquilizar otro.

—Todo lo que quieras, pero se nos acortan los tiempos y necesitamos que nuestro hombre ya esté en su lugar, si no, se nos va a escapar la tortuga —insistió el primero.

—Opino lo mismo que vos, pero también tiene razón él, el tipo está loco, entonces nos conviene ir despacio, permitirle que crea que es él quien descubre la supuesta traición, y de esa manera lo vamos a tener más mansito —medió un tercero mientras revolvía el café.

—Miren, la cosa se nos viene encima, es verdad, pero también es verdad que si dejamos solo a este mequetrefe pueden pasar años hasta que llegue al final del asunto. Entonces, lo que propongo es que le demos una pequeña manito, que armemos un circo con el que él pueda llegar a la conclusión que necesitamos, y así quedaría contento —propuso el cuarto hombre en esa mesa, el que a esa hora del día ya no tomaba café, sino té de rosas con jengibre.

—Me gusta —dijo el primero, que, aunque los cuatro tuvieran la misma categoría en el grupo, era sin dudas quien llevaba la voz cantante—. Me gusta…

—Me parece que ya sé cómo hacerlo… —aseguró el segundo haciendo un movimiento involuntario con el índice y el medio de la mano derecha, mientras que los otros tres dedos permanecían plegados sobre la palma, un movimiento que, en definitiva, daba como resultado que los dedos extendidos formaran una V, cosa que dos de los otros tipos detestaban profundamente, mientras que al restante no le iba ni le venía.

La reunión continuó una hora más, entre exposición de la idea del segundo, la aprobación de los otros tres, las llamadas telefónicas para poner en ejecución el plan y la charla sobre un par de chusmeríos del ambiente.


La asamblea había dejado el desconsuelo flotando en el aire. Y es que cada vez se hacía más difícil darles un plato de comida a todas las personas que se acercaban a los comedores, ya que día a día se sumaban más bocas que alimentar y los aportes del Estado se reducían drásticamente. Por supuesto, las colaboraciones de algunas pequeñas empresas ayudaban, pero la inflación obligaba a comprar cada vez menos y negociar con los mayoristas y otros proveedores para conseguir algún descuento.

Durante más de dos horas habían evaluado propuestas, estrategias, incluso hasta alguna sugerencia imposible de llevar adelante, y no habían podido avanzar más que en la desazón. Por eso, decidieron cerrar la asamblea y convocar a una extraordinaria para el día siguiente, cuando sí o sí deberían elaborar un plan de trabajo, porque todo se estaba yendo al demonio.

Pero, pese al desánimo, Daniel pidió que se quedaran unos minutos más porque tenía una sorpresa para darles. Sacó su teléfono, reenvió al grupo de Whatsaap un video y pidió que vieran lo que les acababa de mandar.

Pablo reconoció de inmediato la escena que Daniel estaba difundiendo entre las compañeras y los compañeros de la asamblea y sintió cómo sus mejillas incrementaban la temperatura y supo que su cara era en ese momento de un rojo intenso.

—¡Nooooo! —exclamó Martina— ¿¡Sos vos!? —preguntó levantando la mirada para clavarla en el sonrojado Pablo.

—Sí… —respondió él apenas levantando la cabeza.

—Se lo tenía escondidito —dijo Daniel—. Yo sabía que le veía cara conocida, y ayer, viendo de nuevo este video, me di cuenta dónde era que lo había visto antes.

—¿Vos sos el que pintó por primera vez la frase? —preguntó Amira, sentada estratégicamente frente a Pablo y sintiendo que el corazón le galopaba.

—Sí… —volvió a decir Pablo como toda respuesta.

—Y te lo tenías bien escondido… —insistió Amira, sonrojándose también un poco.

—¡Un aplauso para el creador del eslogan más usado en el país! —propuso Daniel poniéndose de pie, y el resto lo imitó, aplaudiendo y vitoreando a Pablo, cuya timidez le impidió levantarse de la silla.


Con la excusa de revisar el organigrama del gobierno, alguien hizo llegar a las manos de Justo Unmalpa la lista completa de funcionarios, todos con nombres completos, es decir, incluyendo ambos apellidos.

En su escritorio, el presidente no tardó en descubrir que el titular de la Secretaría de Comercio, a quien él siempre conoció como Martín Gonzalo Varela, tenía como apellido materno ni más ni menos que Rubens.

De inmediato saltó de su silla y salió corriendo de su oficina. Corriendo atravesó los pasillos y corriendo salió de la Casa de Gobierno. Corriendo él y corriendo los agentes de su seguridad cruzaron la avenida Yrigoyen, y todos corriendo entraron al Ministerio de Economía y así, corriendo, llegaron hasta la puerta del secretario de Comercio.

—¡Traidor! —gritó Unmalpa al abrir la puerta de un empujón— ¡Andate ya mismo de acá! —le ordenó al sorprendido Martín Gonzalo Varela Rubens, quien a partir de ese momento dejaba para siempre, y sin ninguna explicación, el cargo de secretario.

La novedad de semejante revuelo voló por los pasillos del Gobierno y la prensa se hizo eco de inmediato. Alguien filtró la información de que Varela había sido despedido por sugerencia de una asesora del presidente, quien sospechaba de él a partir de una visión, pero ningún periodista quiso dar crédito a eso, o por lo menos darlo a conocer por el momento.


Leyendo las novedades en un portal de noticias, la Reina Hormiga sonrió. Dejó el celular en la mesa y se acercó a la ventana de su departamento. Miró hacia la calle satisfecha porque todo estaba saliendo de acuerdo a como lo planearon.