Capítulo 11 - Harpías mugrientas zurdas miserables

«Necesito hablar con vos», le dijo Amira a Pablo apenas se saludaron en la puerta del merendero donde hoy colaborarían, y después no volvió a hablarle, no porque ella no quisiera o porque tuviera un encono en particular, sino porque las tareas se habían multiplicado junto con la cantidad de gente que concurría a los comedores, y eso les impedía tener siquiera un momento de descanso.

Cuando se hizo la hora de cerrar el lugar, se dirigieron a la parada del colectivo, y mientras esperaban Pablo le preguntó qué era lo que necesitaba conversar. «¿Tenés una foto del Pollo?», preguntó ella con una actitud extraña, o que al menos él interpretó como extraña. «Por supuesto», respondió él mientras sacaba el teléfono. Buscó en las carpetas de imágenes, seleccionó una en la que el Pollo, sonriente, aparecía sentado y elevando un vaso con cerveza hacia la cámara.

—¡Mierda! —exclamó Amira cuando vio la foto—. ¡Mierda! —repitió mientras tomaba el teléfono de Pablo. Amplió la foto, la analizó un momento más y levantó por fin la vista—. Anoche soñé con él… y era este de la foto… Te pedí una foto para comprobar que era el Pollo… Yo estaba mirando cómo alguien pintaba «¡Esta, mi ley!» en una pared y cuando se daba vuelta era él, y después se me acercaba y me ofrecía el tarro de pintura en aerosol para que escribiera yo la frase…

—Vos sabés cómo son los sueños y cómo funcionan nuestras cabezas — dijo Pablo para tranquilizarla, mientras guardaba el teléfono, porque Amira se notaba claramente alterada—. Quizá el tipo tenía una cara cualquiera y ahora tu cerebro asocia la imagen del Pollo con lo que soñaste.

—No, Pablo… —Amira hizo una pausa y se acercó más a él—No… No es una asociación de mi cerebro, estoy segura, porque… —él se acercó más y cuidadosamente le acarició un hombro—. Porque esta mañana, mientras desayunaba, el plato en el que tenía las tostadas giró —y él sintió cómo se le erizaba la piel a Amira al recordar ese momento—. Dio una vuelta completa sobre sí mismo, en un solo movimiento, lento, pero giró sin detenerse… Y… después de susto… pregunté «¿Sos vos, Pollo?», y entonces el cuchillito de la manteca se elevó de la mesa… y me largué a llorar —alcanzó a decir Amira antes de soltar un llanto débil, apenas como un quejido, y abrazarse a Pablo.

Él la apretó contra el pecho consolando amorosamente el hipado de Amira.

—Y pensar que creía que me estabas jodiendo con algún truco la otra noche cuando me contaste lo del Pollo y el vaso de cerveza se movió solo… —dijo Amira, ya más tranquila pero sin dejar de apoyar la cabeza en el pecho de Pablo— ¿Qué quiere, Pablo? ¿Qué necesita el Pollo?

—No sé —respondió Pablo queriendo que ese momento del abrazo que sostenían no se terminara nunca—. No sé —repitió—, pero… ¿Decís que elevó el cuchillito de la mesa?

—Sí — respondió Amira queriendo que ese momento del abrazo que sostenían no se terminara nunca—, y después se clavó lentamente en la manteca.

—Qué raro —dijo Pablo deseando que el colectivo demorara toda la eternidad en venir—, nunca elevó cosas conmigo, sólo las movió.

—Tal vez — dijo Amira deseando que el colectivo demorara toda la eternidad en venir— está adquiriendo más fuerza y ahora puede hacerlo.

—Puede ser —concluyó él.

—Puede ser —concluyó ella.


Como lo marcaba la rutina creada hacía unas semanas, a las seis de la mañana ya estaban en el despacho presidencial, sentados sobre la alfombra alrededor de la vela encendida, con las cortinas cerradas y la orden de Unmalpa de que nadie interrumpiera hasta que él lo ordenara.

—Hoy es un día importante —comenzó diciendo el presidente—, porque hablar ante tantos empresarios es una gran posibilidad para recibir el apoyo de las firmas más importantes para llevar adelante el plan económico y lograr que Argentina por fin se distancie del comunismo y crezca como se merece… —y no alcanzó a terminar la frase que Goliat abandonó la posición que tenía, se agachó y apoyó la cabeza sobre las patas delanteras.

—Quiere dar su opinión —explicó la Reina Hormiga refiriéndose a Goliat.

—Te escuchamos —le dijo Unmalpa al perro.

Goliat dirigió la mirada hacia el presidente y, a la vez, sintió el casi imperceptible roce de las uñas de la Reina Hormiga en el parquet del piso, e instintivamente, como ya nos ha enseñado el conductismo, ante un estímulo ya conocido, el perro dio su respuesta, un breve gemido seguido de un estruendoso ladrido.

—¿Qué dice? —le preguntó Unmalpa a la Reina Hormiga.

—Que no te confíes tanto, porque habrá traidores en ese almuerzo con empresarios —contestó ella, que oficiaba de intérprete entre el perro y el hombre, convencido este último de que la Reina Hormiga podía hablar con los animales, y no a partir de la nada, de la pura fe, sino a partir de demostraciones incontrastables que ella ya le había hecho.

—¡¿Quiénes son esos apátridas comunistas?! —gritó Unmalpa poniéndose rojo de rabia.

La Reina Hormiga dio dos suaves golpes al parquet con el índice de la mano derecha y Goliat respondió con dos escuetos ladridos.

—Sé más específico —exigió ella mirando al perro, a la vez que le guiñaba el ojo derecho, estímulo necesario para que Goliat se sentara nuevamente y diera esta vez tres ladridos—. Gracias —le dijo al perro, y luego se dirigió al presidente—. No sé bien a qué se refiere, pero dice que hay una mesa, la siete, en la que habrá cinco hombres. Goliat dice que esos serán los únicos confiables de todo el salón, que los demás sólo piensan en sí mismos y no en el futuro grande del país.

—¡Idiotas! —gruñó Unmalpa—. Lo tendré en cuenta. Gracias, querido amigo —le dijo al perro acariciándole la cabeza—, y muchas gracias, Reina, sin ustedes dos estaría perdido entre tantas harpías mugrientas zurdas miserables.