Capítulo 6 - La visita

Pablo saludó haciendo con la mano derecha un gesto que abarcaba a toda la gente que ocupaba la mesa y se retiró repitiendo que a las cinco de la tarde del día siguiente volvería para partir desde allí al comedor popular del barrio que le habían asignado.

Las diecisiete personas que estaban en la sala respondieron el saludo y lo vieron retirarse con una sonrisa. Después de dos reuniones en las que participara ese flaquito nuevo, había quienes no dejaban de festejar su predisposición, que era la mayoría, pero no faltaban quienes dudaban de sus intenciones, justamente por cómo se habían dado las cosas para que él llegara a la agrupación.

«No termino de sacarle la ficha a este», dijo, unos segundos después de que Pablo se retirara, una de las chicas que dudaban de él. «¿Qué es lo que no te convence? Es la segunda reunión a la que viene y ya se prendió para ir al barrio a ayudar con la cocina. Yo lo veo muy voluntarioso», le respondió el mismo pibe que en la marcha de la semana anterior le había pedido que lo ayudara y que después, cuando Pablo le hizo un par de preguntas y estuvieron conversando un rato lo invitó a sumarse a las reuniones.

«¿Quién iba a revisar sus redes sociales?», preguntó otro, y una piba con cara de niña pero que claramente rondaba los veinte años levantó la mano y dijo «¡yo!», y de inmediato pasó a detallar lo que había encontrado. Pablo tenía una cuenta en Facebook abierta hacía ocho años, pero no la usaba desde hacía casi dos, y en general sus posteos tenían que ver con música, chistes, memes y actividades con amigos. También tenía una cuenta en Instagram abierta cuatro años atrás, en donde sus publicaciones no eran tan regulares, a lo mejor tres por semana, cuatro como mucho y no se distanciaban mucho de las de la otra red social, pero hacía ya varias semanas que tampoco usaba esta cuenta, su última publicación había sido el diez de diciembre: una foto de él abrazado a un amigo, con una leyenda que simplemente decía "Adiós, Pollo", y sin dudas este tal Pollo había muerto, porque algunas personas habían comentado su dolor en ese posteo.

«Ven que es raro», insistió la chica que había comenzado la conversación luego de que Pablo se retirara. «El tipo no parece tener intereses sociales, no hay posteos que dejen clara su postura política, y de repente se suma a una agrupación que colabora con los comedores barriales...», agregó después, dejando el tácito interrogante instalado en el aire.

En torno a la mesa, algunas voces apoyaban lo que ella decía, otras tenían una opinión contraria y otras simplemente no se inclinaban por ninguna de las dos posiciones.

«Yo lo que digo es que esperemos a ver cómo trabaja y que después opinemos», dijo un pibe de musculosa y un tatuaje del 10 de Maradona en el brazo izquierdo. «Y yo lo que opino es que no le saquemos el ojo de encima hasta que sepamos más sobre él», concluyó la misma chica, que no había aflojado en lo más mínimo su postura.

La comitiva, de ocho policías motorizados y tres autos negros, se detuvo frente a la dirección indicada, llamando de inmediato la atención de toda la cuadra. Hubo quienes, asomándose por entre cortinas y persianas, vieron cómo el presidente descendió del auto y con paso apurado ingresó a la casa en la que su madre ya había abierto la puerta, y también cómo cuatro guardaespaldas se paraban en la vereda donde, estáticos, esperarían hasta que él saliera.

«Hola, mamá», dijo Unmalpa, pero como toda respuesta recibió un sencillo movimiento de cabeza de la mujer y la indicación para que pasara a la cocina, donde el padre esperaba sentado ante el mate recién cebado y el termo hasta la mitad de agua.

«Podés sentarte» fue lo primero que dijo el padre del presidente cuando lo vio cruzar el umbral, y una vez que el hijo ocupó la silla delante de él, le preguntó: «¿A qué viniste?».

Así, intimidado, en silencio, con la cabeza gacha, nadie lo hubiera reconocido. Aquel brabucón que insultaba a los cuatro vientos, que despotricaba contra cualquiera que pensara distinto, que amenazaba por las redes sociales y los medios de comunicación, que manejaba el gobierno casi como un dictador, delante de su padre y de su madre era un obediente perro faldero.

«Te escuchamos», insistió el padre luego de terminar el mate, cebarlo de nuevo y ofrecérselo a su esposa, que ya estaba sentada junto a él.

«Tenía ganas de verlos», dijo el presidente casi en un susurro, y lo que siguió fue un silencio que pareció eterno. Ninguno de los tres dijo nada por un rato, de hecho, ninguno de los tres se movió. El padre y la madre con miradas hoscas dirigidas a él; él, en actitud de sumisión, con las manos entrecruzadas apoyadas en las piernas. Por fin, fue la madre quien interrumpió la tensa e inmóvil escena para decir: «No nos alegra para nada que llegués con todo este circo a nuestra casa. Ya suficiente tenemos con ser el padre y la madre del presidente que está hundiendo a la gente en la pobreza como para que, encima, nos hagás semejante cosa».

«Nosotros no te educamos para esto», se sumó al padre, y continuó: «Todo lo que aprendiste en la iglesia, todo lo que estudiaste en la facultad, todo el esfuerzo que hicimos para educarte, y vos te convertís en esto», dijo haciendo un gesto con la mano derecha. «Ya nos viste, estamos bien, gracias por preocuparte. Ahora, te pido que te retires», concluyó el padre, y no hubo más palabras entre ellos.

No habían pasado ni cinco minutos desde que Unmalpa entrara a la casa cuando la Reina Hormiga lo vio salir nuevamente. «¡Ufff!», murmuró la mujer, recientemente designada secretaria de la nueva área de Espiritualidad, con su oficina justa al lado de la del presidente.