El desvelo

El día, aunque sin más sobresaltos que los que imponen la cotidianeidad de las oficinas y los horarios, había sido agotador, y es que eso es lo que suele suceder cuando es jueves y, encima, ya el año está adentrado y la primavera provoca esa suerte de sopor, esa modorra que acompaña a las siestas tibias que exigen un descanso y que nunca serán atendidas en sus reclamos, porque los tiempos son breves y hay que aprovecharlos al máximo.

Para colmo, el viernes prometía ser una jornada de corridas, de idas y vueltas en busca de clientes, de entrevistas con tres proveedores, de colas en dos bancos para cobrar algunos cheques, depositar otros y, por fin, pagar a los acreedores. La agenda de Francisca y Manuel no dejaba ni un minuto libre para el último día hábil de la semana. Ante semejante perspectiva, lo mejor era cenar lo más pronto posible y, sin demoras, retirarse a dormir.

Por eso, no eran más de las diez cuando se acostaron, y por eso, cuando él sintió ganas de ir al baño y abrió los ojos mirando instintivamente el reloj, vio que eran apenas las dos y cuarto. Los números rojos del despertador electrónico lo sorprendieron y le costó creer que fuera tan temprano y ya tuviera necesidad de orinar. Quieto en su lugar, recuperó lentamente la memoria de la cena que compartió con su esposa y disfrutó de la proximidad de ese otro cuerpo acostado justo a su lado.

Se incorporaría lentamente para que ella no se perturbara y pudiera seguir durmiendo sin siquiera enterarse de que él la dejaría por unos instantes. También en el baño tomaría todas las precauciones para que la puerta no hiciera ruido al cerrarla y para que la luz no se filtrara hasta la habitación amenazando herir de vigilia la calma con que Francisca descansaba.

La obligación de levantarse para ir al baño le había sido siempre dificultosa y esta vez no era distinta, así que le llevó un tiempo tomar la determinación. Antes de descubrirse la pierna derecha para dejarla caer hasta el piso y apoyar el pie en busca de la pantufla, miró hacia el umbral de la puerta que comunicaba la pieza con el pequeño espacio común al que desembocaban también el baño y otras dos habitaciones que, a falta de hijos a quienes destinar esos espacios, fueron transformadas en sala de lectura y oficina en donde recibir a los clientes. Todo este ambiente central en el que confluían el baño y las habitaciones había sido, en otros tiempos, un patio interno, pero ahora lo habían techado, no con un cierre tosco de losas que enclaustrara un lugar tan bello en el que se podían disponer macetas con flores y bancos que permitieran instalarse a descansar tranquilo bañado en rayos de sol, sino con un techo que mezclaba cristales y aluminio de manera tal que fuese un lugar acogedor, especialmente en noches como esta, en las que la luz de la luna se funde con la de la calle y, juntas, se filtran para producir una penumbra en la que es un idilio permanecer.

La claridad que llegaba desde el patio generó en él una sensación de tranquilidad y se imaginó compartiendo con su esposa, sentados bajo los benévolos cristales, una copa de vino y las caricias que demoran la desnudez.

Por la forma en que se colaban los rayos y la intensidad de estos, estimó que la luna debería estar alta y casi llena.

Satisfecho en la contemplación de la magia que la noche derramaba en el interior de la casa, esbozó una sonrisa, y justo en ese momento vio una sombra que se desplazó furtiva de derecha a izquierda, como pasando desde el escritorio (o del baño, que están hacia el mismo lado) hacia la oficina.

Llevaba varios minutos despierto, por lo tanto sus ojos ya estaban acostumbrados a la semioscuridad y su cerebro ya limpio de somnolencias. Entonces, pocas posibilidades de ilusión quedaban. Permaneció estático algunos segundos más, y cuando comenzaba a convencerse de que todo había sido sólo una visión, una segunda figura humana se desplazó en el mismo sentido que la anterior.

Seguro de que la primera imagen no había sido una alucinación y de que la segunda era cómplice de aquella, decidió quedarse quieto. Un escalofrío le erizó el cuerpo y el corazón se le convirtió en un bombo repicando.

Un leve mareo lo hizo sentir próximo al desmayo pero, sacando fuerzas de donde pudo, se mantuvo vigilante, recuperando lentamente la calma, si es que a ese estado de excitación se le puede llamar así. Reparó en Francisca, la bella Francisca, la apocada pero siempre alegre Francisca, dormida a su lado, ignorante de la invasión a la que estaban sometidos. Temió que cualquier movimiento, el más ligero, la sobresaltara arrebatándola del sueño para traerla a este lado de la realidad, a este otro campo de la existencia en el que, en ese preciso momento, dos hombres, tal vez tres o más, recorrían las estancias de la casa en busca de un botín.

Pensaba en su mujer cuando una de las sombras volvió a atravesar el patio, esta vez de izquierda a derecha. Sus movimientos no denotaban cuidado y, sin embargo, ni el más mínimo ruido se había escapado de esos experimentados pasos.

Supuso, con mucho acierto, que el segundo hombre aparecería nuevamente recortado en la penumbra. Fijó la vista en el lado por el que debía dejarse ver aquel espectro y, efectivamente, al instante ya estaba allí, pero no para perderse fugaz como en un mutis, sino para detenerse junto a la puerta de la habitación. Sólo un momento permaneció en ese estado, porque al segundo retrocedió un poco, lo suficiente, lo necesario como para sólo sugerirse como una deformación del marco, liso y en perfecta perpendicular con el suelo, que ahora mostraba dos jorobas en las que Manuel podía reconocer, en la más alta, la cabeza y, en la más baja, el vientre o el brazo del clandestino personaje.

Una de las protuberancias, la de abajo, se movió rápida, y al instante la silueta del compinche apareció de cuerpo entero para penetrar en la habitación y perderse en las sombras. Con los ojos entreabiertos, Manuel siguió los movimientos de los ladrones.

Intuía (mientras miraba al que permanecía en la puerta) que el adelantado estaba abriendo el cajón de la mesa de luz de Francisca, pero no podía verlo ni escucharlo. Había oído muchas veces de robos como este y cada vez los afectados esgrimían similares argumentos: no podía ser que usurparan sus propiedades sin que ellos no fueran alertados por un ruido, entonces, era de suponer que de alguna manera los habían inmovilizado, tal vez rociándolos con un gas. Pero ahora él entendía que nada de eso era cierto. La presteza de los cacos y el temor de los que en ese momento estaban siendo asaltados eran suficientes para que el golpe resultara perfecto.

Tenía la certeza de que él también diría, cuando llegara la policía, que no podía ser de otra manera, que los habían dormido, y tras esa falacia quedaría a salvo su honor y nadie podría acusarlo de miedoso.

Mientras el que había entrado en la pieza revisaba, seguramente, cada uno de los rincones que del lado de su esposa fuesen aptos para ocultar dinero u otros objetos de valor, el que permanecía en la puerta seguía inmóvil, vigilante y atento a cualquier gesto o sonido que pudiera ponerlos en peligro. Manuel, por la mínima ranura que dejó abierta entre los párpados, vio una de las manos del vigía apostado en la puerta hacer un breve movimiento, el necesario como para distinguir la silueta de un arma.

Un hormigueo le recorrió el cuerpo. Agradeció el buen tino que tuvo al demorar la salida de la cama para ir al baño y el acierto de la quietud en la que estaba. Por fin, el que hurgaba en los recovecos del sector de la habitación en que Francisca guardaba sus secretos y sus tesoros volvió a entrar, por un segundo, en su campo visual. Cruzó de un lado al otro con la celeridad de un fantasma, pero Manuel alcanzó a reconocer, en esa corta visión, colgada del hombro del invasor, la cartera que su esposa usó el día anterior.

Ahora lo tenía justo al lado. Podía percibir su olor, su presencia, su estatura reducida por la necesidad de inclinarse ante el cajón que estaba abriendo, el cajón que a él siempre le presentaba dificultades por la terquedad de las maderas, que insistían en hincharse y exigir un esfuerzo más para rendirse y que, sin embargo, en manos de un profesional no oponían la menor resistencia ni emitían esos agudos chillidos.

El mareo que sintió al principio volvió a atacarlo y creyó que esta vez no podría escapar de sus efectos y que ahora sí se desvanecería. Su cuerpo y su mente no resistían más la tensión. El hedor de aquel hombre, su presencia apenas sospechada, la visión del otro y de su arma eran demasiado para un corazón acostumbrado a no pasar más sobresaltos que los incrementos en el precio de algún servicio o la demora de los proveedores.

Sintió ganas de gritar, de incorporarse repentinamente y correr, huir de esa habitación, desligarse de las sábanas y de los entes que lo rodeaban, pero estaba cercado, podía vislumbrar que cualquier acción sería la peor y, seguramente, la última.

Un sucinto sonido metálico le trajo el mal augurio de que el hombre a su lado acababa de dar con el reloj de su padre, el que tanto cuidó y que nunca usó, justamente, por temor a que algo le sucediera, a que se le perdiera o se lo robaran.

Ya satisfecho, el hombre de pie a su lado decidió retirarse. Apenas si había entrado en su campo visual cuando Francisca, que nunca se lo hubiera permitido despierta, dejó escapar la estruendosa explosión de un flato.

Sorprendidos, los ladrones no pudieron contener la risa. El que estaba bajo el umbral se esfumó tras la pared, mientras que el otro concluyó su camino hasta el patio dando pasos espasmódicos que denunciaban la carcajada reprimida.

Manuel, reprimiendo también la risotada, hizo más fuerza que durante todo este tiempo para no denunciarse despierto. Con la presión del agua contenida en una represa, la meada que fue el motivo por el que se despertó se le escapó y se descubrió imposibilitado de detenerla. Entonces, como si el cuerpo entero le pidiera el alivio final, se desmayó.

Cuando, lentamente, recuperó la consciencia, fue reconstruyendo de a poco los últimos sucesos. Con la mano derecha palpó la humedad en las sábanas. Con la izquierda buscó el ritmo del corazón. Con los ojos, los números que en el reloj le indicaban que eran casi las tres y media. Francisca aún dormía. Recordó los segundos anteriores al desvanecimiento y le pareció estar oyendo aún el estrépito emanado del culo de su esposa. Una sonrisa se le dibujó en la cara devolviéndole algo más de tranquilidad.

Ya todo había pasado. Llegaba el momento de evaluar los perjuicios. Se levantó y se calzó las chinelas. El cajón de su mesa de luz estaba abierto, como lo estaba el de su esposa, al igual que las puertas de los roperos que ahora sí podía ver.

Salió de la habitación tratando de no hacer ruidos para no despertar a Francisca, ya habría tiempo de contarle, de que llorase por lo perdido, de que se angustiara ella también.

Cruzó el patio y entró a la sala. Gracias a las luces que se colaban por las cortinas, podía distinguir el lío de muebles desordenados y la ausencia de algunos objetos. Pensó en el engorro de realizar el inventario de lo sustraído para que el seguro se hiciera cargo. Llegó a la cocina y encendió la luz. Los dos asaltantes se sorprendieron por igual, pero sólo uno de ellos fue el que disparó.