Crimen y castigo (en blanco y negro)

Ricardo Garay, el Moyi, era un morocho chispeante, atrevido, 10 en el equipo de Metalurgia Simeoni e hincha de Gimnasia, muy hincha, de esos que iban todos los domingos la cancha. Tenía 23 años allá por el 70, cuando Los Compadres se lucían. El Patón Legrotaglie, el Bolita Sosa, el Polaco Torres y el Cachorro Aceituno se divertían en la cancha, y en las gradas los hinchas se divertían con ellos.

Por supuesto, el ídolo del Moyi era el Víctor, y en el potrero intentaba imitarlo. De hecho, no había córner que no quisiera tirar, aunque no lo dejaran, porque sabían que iba a intentar meterlo olímpico, como tantas veces lo hizo el Víctor. La tocaba lindo pero, como cualquier mortal, no le llegaba ni a los talones a Legrotaglie.

El Moyi esperaba el sábado para ponerse la 10 con los colores de Metalurgia Simeoni y el domingo para rajar a la cancha en que jugara Gimnasia. Por suerte para él, era la época en que los partidos oficiales se jugaban los domingos y de ahí no los movían los horarios de la televisión.

La cara del Moyi era conocida en el Lobo. Además, con su personalidad entradora, su sonrisa ladeada, su capacidad de ser parte de cualquier charla, al pibe lo consideraban un tipazo. Y lo era, nadie tenía dudas de eso, nadie hubiera dicho que un día Ricardo Garay iba a realizar un robo. Nadie hubiera imaginado que se fuera a animar a tanto. Pero lo hizo.

Después de que Los Compadres hicieron de las suyas contra San Martín, los hinchas festejaron un rato en las tribunas y fueron dejando la cancha felices (los de Gimnasia, claro, los del Chacarero no decían ni mu). El Moyi tenía la costumbre de quedarse un rato, discutir las jugadas con otros socios, a veces se cruzaba con algún periodista e intercambiaban algunas palabras, y en ocasiones, no pocas, iba al camarín a saludar a los jugadores, como esa tarde, la de un domingo más de fiesta en Gimnasia en que el Moyi se coló en el camarín, saludó a algunos jugadores, le hizo un chiste al preparador físico, le palmeó la espalda al Bolita, y entonces la vio… Abandonada en un banco, solita estaba la camiseta número 8. Y el número relucía, porque la remera estaba hecha un bollo, arrojada así nomás en el banco, y de ella sólo se veía el 8 sobre las franjas blancas y negras.

Vaya a saber qué carajos le pasó al Moyi ese día. Sin pensarlo, agarró la camiseta, la ocultó entre la ropa, se hizo el gil y se fue.

Ya en su casa, había como un pesar que no se le iba, a la vez que cierta felicidad por tener la camiseta del Patón. Fluctuaba entre la congoja y la alegría, pero el lunes, en la fábrica, ya todo parecía haber vuelto a la normalidad. Y hablando con sus compañeros sobre el baile que el Lobo le había dado al Chacarero, decidió que estrenaría la camiseta de Legrotaglie el sábado, usándola debajo de la verde de Metalurgia Simeoni.

Los problemas comenzaron esa noche, cuando se acostó. En la duermevela previa al sueño profundo, una voz que surgió de las cavernas de su mente le dijo: «No sos digno».

Asustado, abrió los ojos, aunque no le dio más crédito que el del sobresalto, y el resto de la noche durmió como un tronco. Pero al día siguiente, mirando por la ventanilla del micro, escuchó la misma voz. «No sos digno». Miró a su alrededor y nadie más parecía haberla oído. Ya se sabe, no hay que creer en las brujas, pero que las hay… Así que el Moyi, sin querer aceptarlo, comenzó a asumir que no era casualidad lo que le estaba pasando.

Esa noche, en sueños, volvió a escuchar que le decían «no sos digno», pero él se envalentonó y gritó al onírico éter: «¿De qué no soy digno». Y la voz, en el mismo tono y desde el mismo vacío, le respondió: «De usar esa camiseta».

El miércoles, mal dormido, el Moyi se fue al trabajo con una convicción: no iba a dejar que una voz pedorra le dijera que no estaba a la altura, iba a usar la camiseta el sábado y las cosas iban a quedar claras.

La voz no lo dejó en paz. Pasó de los sueños y el tumulto del colectivo a repetirse cuando estaba en el baño, en el almuerzo o la cena, cuando bailó con la piba que conoció el viernes a la noche. Pero el sábado se puso la camiseta blanquinegra con el 8 debajo de la verde con el 10…. Y no pegó una. No metió un pase como la gente. El tiro libre que pateó fue a parar a las nubes. La quiso parar con el pecho y le rebotó en la cara… Y en el segundo tiempo el técnico no lo dejó entrar. «Hoy no es tu día, pibe», le dijo.

El Moyi tampoco durmió esa noche, aunque la voz ahora sólo se reía. A carcajadas se reía cada vez que él intentaba conciliar el sueño.

El domingo apenas si desayunó y se fue al club. En la puerta esperó a que llegaran los jugadores antes de salir para la cancha de Huracán, el adversario de ese día. En cuanto lo vio al Patón se le fue y, rojo de vergüenza, le acercó la remera lavada y planchada y se la entregó diciendo: «Tomá, Víctor… me la llevé sin querer la semana pasada…». Y se fue casi corriendo, sin siquiera darle a Legrotaglie tiempo para que le dijera que esa camiseta no era la de él…