Capítulo 3 - Los sueños

Se despertó poco antes de las tres de la mañana con una sonrisa dibujada en la cara. Había vuelto a soñar con el Pollo. Esta vez estaban en un prado verde con árboles, con muchos árboles, junto a otras personas, y, por lo que alcanzó a recordar, se trataba de una fiesta o una celebración, y junto con el Pollo decidían subir a uno de los árboles, y una vez arriba, arrellanados en las gruesas ramas, divisaban una laguna en la que había gente bañándose y bandadas de patos que llegaban para posarse sobre el agua. Entonces el Pollo lo invitaba subir aún más por entre las ramas. Él lo siguió, y juntos llegaron a la parte más alta, que tenía un trampolín desde el que podían saltar directamente a la laguna, y así lo hicieron, pero no fue una caída libre directa al agua, por el contrario, fue un vuelo, un leve desplazamiento en el aire, fue la posibilidad de deslizarse a voluntad en el vacío. Fue entonces cuando salió, plácido, del sueño.

Se despertó poco antes de las tres de la mañana con el gesto adusto de quien tuvo una pesadilla o uno de esos sueños que se repiten aunque no se lo desee. Había vuelto a soñar con su adolescencia. Esta vez estaba en un prado verde con árboles, con muchos árboles, pero secos, aunque claramente no era otoño, sino que, por el contrario, por la presencia de sus compañeros y compañeras de escuela, estaba claro que era el 21 de septiembre, y mientras todos cantaban en corros o jugaban a las cartas o se cortejaban entre sí, él, ignorado totalmente por el resto, decidía trepar a uno de esos árboles secos y moribundos, y una vez arriba, sosteniéndose temeroso de una enclenque rama, vio cómo todas las personas allá abajo parecían felices, o mejor dicho, estaban felices, y eso le dio mucha bronca, por lo que comenzó a insultar a troche y moche. Allá abajo ya no sólo estaban sus compañeros y compañeras, sino también sus maestros y profesores, además de su madre y su padre, y todas esas personas, al unísono, le reclamaban que fuera un inútil que no servía para nada, y repentinamente tomaban piedras que comenzaban a tirarle, lo que lo obligó a subir más y más en el árbol, hasta que llegó a la cima, al punto sin retorno ni proyección, donde perdió el equilibrio y cayó. Fue entonces cuando salió, atribulado, del sueño.

Se levantó sonriente. El recuerdo del Pollo siempre lo ponía de buen humor. Fue al baño. Luego a la cocina, tomó un par de vasos de agua fresca y regresó a la cama. Supuso que no volvería a dormirse, pero no pasaron ni diez minutos antes de que cayera nuevamente en los brazos de Morfeo.

Dio un par de vueltas en la cama queriendo retomar el sueño, pero le fue imposible. El recuerdo de su infancia y su adolescencia siempre lo ponía de mal humor. Fue al baño, y al salir llamó de un grito a uno de sus asesores humanos, y al no tener respuesta inmediata, comenzó a recorrer la casa encendiendo todas las luces y haciendo ruido con todo lo que pudiera hacerlo. «¡Arriba todos! ¡Soy el que manda y estoy despierto!», aulló varias veces apurando el paso por los pasillos.

Al verlo en chinelas y sólo vestido con un calzoncillo con una imagen de Rico McPato, el mayordomo de la residencia presidencial tuvo el instinto de reírse, pero ante él estaba el presidente, aunque estuviera en calzoncillos, era el presidente, y no cualquier presidente, sino Justo Unmalpa, quien ya había despedido a diecisiete empleados por considerarlos conspiradores luego de que uno de sus perros les ladrara, prueba suficiente para el mandatario de que esas personas estaban confabuladas con la Cuarta Internacional para invadir el país con el apoyo de China, Cuba, Angola y la isla Mauricio.

El mayordomo disimuló lo mejor que pudo la sonrisa y le preguntó al presidente si deseaba desayunar. «¡Por supuesto! ¡Soy el que manda y estoy despierto!», gritó Unmalpa, repitiendo la fórmula que usaba todas las mañanas, y desapareció tras una de las puertas que daba a su habitación.

Adormilados, los asesores, humanos y de otras especies, estaban sentados a la mesa cuando Unmalpa, ya vestido de traje, abrió repentinamente la puerta de la sala, haciendo que ambas hojas golpearan contra las paredes.

«Quiero», comenzó a decir el presidente una vez que estuvo sentado en la cabecera de la mesa y sin siquiera haber saludado, como era su costumbre. «Quiero», repitió, «un decreto que prohíba la amistad», pidió con calma, a pesar de su intempestivo ingreso a la sala. Ninguno de los asesores quiso mover un músculo de la cara, a pesar de la sorpresa ante otro imposible pedido del presidente. Todavía no eran ni las cuatro de la mañana y ya tenían que comenzar a lidiar con órdenes que nunca hubieran creído posibles.

«Para cualquier ser humano, la amistad es un compromiso que le quita libertades, y nosotros priorizamos la libertad, así que a partir de hoy, nada de amistades para los argentinos», arengó Unmalpa ante las consternadas miradas de los asesores. «¿Te parece, Justo, que en lugar de prohibir la amistad, la permitamos pero previo trámite de un certificado de amistad no tóxica, o algo así?», se animó a sugerir el secretario de Desratización Sindical (cargo creado por el decreto 6.398). «Me parece bien», concluyó Unmalpa, haciendo una leve mueca con la comisura de los labios, algo parecido a una sonrisa.

Las primeras luces del día se colaban por las persianas mientras él tomaba café con leche acompañado de tostadas. A pesar la calidez de la mañana, sintió que una brisa fría llegaba desde atrás y le recorría la espalda. Tuvo una extraña aunque muy familiar sensación, y tal vez por eso no se sorprendió de que la cucharita se moviera sola unos centímetros. «Pollo, ¿sos vos?», preguntó si saber por qué, y la cucharita volvió a moverse.