Capítulo 7 - La conquista del castillo

Cuando Pablo levantó la cabeza y vio a quienes se acercaban a su escritorio, se le dibujó una sonrisa, lo mismo que a la más joven de las mujeres que venían hacia él a paso lento, el del ritmo que imponía la mayor de las dos, casi octogenaria, dedujo de inmediato él.

—No sabía que trabajabas acá —dijo Amira mientras le ayudaba a su acompañante a tomar asiento.

—Lo dije en una reunión, pero creo que vos no estabas ese día.

—Seguro que no, porque me acordaría… —aseguró ella, y de inmediato se dio cuenta de que su sonrisa y su tono delataban demasiado que con sólo mirarlo su día mejoraba enormemente.

—¿En qué les puede ayudar? —preguntó Pablo un poco intimidado.

—Ella es mi abuela… —dijo Amira mientras tomaba asiento.

—Un gusto.

—Un gusto —respondió la mujer, también con una sonrisa, porque ese cruce de miradas del que acababa de ser testigo lo había visto muchas veces en su vida y sabía perfectamente qué era lo que significaba.

—… y este mes le apareció un problema con la pensión que cobra, que es la que le corresponde por mi abuelo —explicó Amira sosteniéndole la mirada a Pablo.

—Me dice su número de documento… —pidió Pablo a la mujer mayor pero sin dejar de mirar a la menor.


La pequeña llama de un cirio violeta era toda la luz que había en el despacho presidencial. En torno a ella, Unmalpa y la Reina Hormiga estaban sentados con las piernas cruzadas. Goliat completaba la escena, también sentado en torno a la llama pero como cualquier perro lo haría.

Los tres permanecieron en esa posición y en silencio durante algunos minutos, hasta que por fin la Reina Hormiga emitió algo así como un suspiro, pero que no era tal, porque se alcanzaba a distinguir una palabra.

«Rubén…», se oyó por fin más claramente la tercera vez que la mujer abrió la boca. «Rubén…», repitió, y ya no quedaban dudas de que lo que pronunciaba en su trance era un nombre.

De repente, la Reina Hormiga se dejó caer hacia adelante, doblándose sobre sus piernas cruzadas. Unmalpa se sobresaltó, pero conocía el ritual, sabía que esos espasmos eran parte del contacto extrasensorial que la mujer podía establecer con seres de todo el Universo, así que sólo se limitó a mirarla de reojo. Algo parecido hizo Goliat, a esta altura, más preocupado por su próxima ración de comida que por lo que hacían los dos humanos.

Despacio, la mujer se fue recomponiendo, y cuando por fin su espalda estuvo erguida, de un soplo apagó el cirio y le ordenó a Unmalpa que abriera las cortinas. Entumecido después de tanto tiempo en la misma posición, el presidente fue hasta el ventanal y descorrió las cortinas. El sol de las nueve de la mañana entró furioso al despacho, haciendo feliz a Goliat, que movió la cola en señal de agradecimiento al astro.

—¿Qué pasó? —preguntó la mujer una vez que estuvo cómodamente sentada en un sillón.

—Soló repetiste varias veces un nombre: Rubén —le respondió Unmalpa— ¿Qué significa eso?

—En trance pude ver flechas de fuego lanzadas desde un castillo cuyo estandarte era rojo y negro…

—¡El comunismo! —exclamó Unmalpa— ¡Lo sabía!

—Sin dudas… —afirmó la Reina Hormiga— Pero el ejército que rodeaba ese castillo portaba banderas amarillas y celestes, y estaba bendito por el Cielo.

—Por supuesto, soy el enviado del Benigno…

—Y el señor del castillo ostentaba por mote Rubén el Asesino… —dijo como en un murmullo la mujer, dándole a la revelación un aire de misterio aún mayor, y tras varios segundos de silencio en los que Unmalpa no dejó de mirarla con los ojos muy abiertos, agregó—. Eso, Justo, significa que hay un Rubén que merodea vuestro poder y que será quien os impida conquistar el castillo si no lo detienes antes… —aseguró, finalmente, con un acento ibérico que, a su entender, daba más credibilidad a sus contactos metafísicos.

—Entonces…

—Entonces, deberéis librar una batalla a muerte o anticiparos a ella deshaciéndote de todo Rubén que esté próximo —sentenció.

—Rubén… Rubén… No conozco a ningún Rubén que esté próximo a mí o al gabinete.

—Escarba, Justo, escarba. Los bondadosos espíritus no mienten, alguno debe haber.


Mientras Pablo ingresaba al sistema los últimos datos para solucionar el problema de la abuela de Amira, la mujer alternaba la mirada entre su nieta y el muchacho de la oficina pública, hasta que no pudo más y preguntó:

—¿Y de dónde se conocen ustedes?

—Pablo se incorporó hace unas semanas a la agrupación, así que hemos compartido varias reuniones —explicó Amira.

—Sí, pero todavía no hemos coincidido en los turnos en ningún comedor —amplió Pablo.

—Es que yo en las tardes no puedo, así que siempre estoy en los grupos de organización de los almuerzos, y veo que vos a la mañana estás ocupado, así que no creo que podamos coincidir, al menos por ahora.

—Entonces deberían quedar en reunirse en otro lado —dijo la anciana, que a su edad ya tenía restringidas varias capacidades, pero no la de contarle las vueltas al ventilador en asuntos como este.

Pablo y Amira cruzaron miradas y se sonrojaron.


En su casa y ya despojada del atuendo laboral, ahora vestida de ropa deportiva y con el pelo suelto, la Reina Hormiga vio en el reloj de la cocina que iban a dar las seis de la tarde. Buscó en un cajón un teléfono apagado y salió al pasillo, sabiendo perfectamente que el paranoico de Unmalpa podría haber hecho colocar micrófonos en su departamento para espiarla.

Bajó los seis pisos por el ascensor mientras el celular se encendía. Una vez en la calle, marcó el único número registrado en la agenda de ese teléfono. «Buenas tardes, mi reina», dijo una voz masculina desde el otro lado de la línea. «Está hecho», dijo la Reina Hormiga sin saludar, y de inmediato agregó: «En menos de dos días va a quedar liberado el puesto para que vos metas a tu hombre».