Capítulo 5 - El pre(si)adolescente
Un diario titulaba aludiendo a él como el «Pre(si)adolescente», mientras que otro lo caricaturizaba como un bebé con el ceño fruncido, los cachetes colorados, la boca arqueada hacia abajo y los brazos cruzados, en clara actitud de berrinche.
Un humorista lo había imitado en un programa de las diez de la noche tirándose al piso abrazado a un enorme oso de peluche mientras se quejaba como un niño porque el gremio de conductores había decidido hacer una huelga en rechazo a las nuevas normativas que exigían que, para pasar de una provincia a otra, debían pagar un nuevo impuesto nacional.
Además, esa misma mañana, una periodista dijo que su hijo de dos años había aprendido a comprender razonablemente un «no» más rápido que el presidente, luego de lo cual su compañero de trabajo agregó que en las actitudes del mandatario se traslucían traumas infantiles irresueltos, lo que, aclaró de inmediato, no justifica de ninguna manera que quisiera transformarse en un monarca.
Con todo esto, Unmalpa sentía cada vez más la necesidad de enviar al ejército y a la policía a revisar casa por casa y reprimir a quienes veían o leían las cosas que decían de él y se reían de esas sátiras en su contra, pero ya había comprobado, luego de la imposibilidad de borrar todos los grafitis en su contra, que semejante despliegue no era factible. Una cosa había sido sacar a las fuerzas a la calle en Navidad para supervisar que se celebrara cuando él lo había establecido y otra mucho más titánica era hacer un seguimiento personal en el ámbito privado.
«Para eso», le había explicado el nuevo secretario de Defensa, con mucho cuidado, para que no se enojara, «deberíamos tener una proporción de un civil por cada miembro de las fuerzas», y aunque a Unmalpa la idea no le pareció descabellada, con un ladrido Goliat lo convenció de que sería imposible.
Por cierto, quien le explicó esto, como quedó claro más arriba, fue el nuevo secretario de Defensa, un ser humano, por suerte, que remplazó al anterior luego de que la idea de declararle la guerra a algún país no progresara.
Y como si todo esto fuera poco, la repercusión de sus bravuconadas no ya tenía la dimensión de cuando era apenas un candidato y lanzaba frases sueltas e inconexas, frases llenas de lugares comunes que no sólo denotaban su incomprensión de la realidad, sino también su desconocimiento del funcionamiento del Estado, pero que surtían efecto.
Entonces, ante tantos impedimentos para controlar lo que la prensa decía de él y, peor aún, que la gente se riera con eso, y viendo caer su popularidad, el presidente decidió hacer una cesión espiritista en la Casa de Gobierno.
Convocó entonces a la Reina Hormiga, una parapsicóloga a quien Unmalpa recurría regularmente desde hacía varios años, especialmente para conocer más sobre sus vidas pasadas, mantener entrevistas con líderes internacionales (en su mayoría, dictadores) o conversar con los espíritus de grandes depredadores extintos para conocer sus tácticas de caza y así mejorar sus estrategias políticas.
Durante la secundaria, Pablo nunca participó en el centro de estudiantes, además de que nunca estuvo en ninguna marcha o movilización popular. Sus opiniones siempre eran medidas y en función de lo que pensaba intuitivamente que era un buen o mal gobierno, una buena o mala política, una mejor o peor administración del Estado, pero nunca se apartaba de eso, y si alguna vez su postura ante algún tema superaba tales estándares, era porque repetía o quizá reelaboraba algo que le había escuchado decir al Pollo.
El Pollo sí había militado en un partido político durante la secundaria, y aunque nunca se había comprometido del todo con la participación, no dejaba de informarse y estar al día con lo que sucedía en el país y en el mundo.
Por eso, después de la muerte de su amigo y ante la inminencia del fin de año y sus vacaciones, Pablo no estaba del todo enterado de lo que sucedía, y haberlo descubierto de repente al regresar a su trabajo hizo que se replanteara si no necesitaba, ahora que el Pollo no estaba, comenzar a ver noticieros y leer diarios de manera más regular.
Así fue que se enteró de la movilización que habría en contra de las políticas económicas del presidente Unmalpa, y ese día, al salir de su trabajo, al mediodía, se dirigió al lugar de concentración.
Lentamente, quizá hasta con un poco de timidez, se acercó al gentío que, a pesar de todo, cantaba y saltaba y se movía con alegría. Desde las orillas de la concentración miraba hacia el centro y caminaba lentamente. Banderas de colores flameaban en todos lados y sentía en su corazón el repique de los bombos.
De repente, en medio de la multitud, reconoció a alguien. La razón le decía que era imposible, pero el hombre a quien distinguía de lejos no podía ser otro más que él. «¡Pollo!», gritó Pablo. «¡Pollo!», volvió a gritar, a la vez que comenzaba a abrirse paso entre la gente. «¡Pollo!», insistió tras pedir permiso un par de veces para avanzar apenas un par de pasos.
«¡Pase, compañero, pero no empuje!», le dijo una chica con el pelo azul. Él la miró un instante y continuó la marcha entre tantos cuerpos, hasta que por fin llegó al lugar en el que había creído ver al Pollo, pero su amigo no estaba allí. «Por supuesto», pensó, y comenzaba a emprender el regreso hacia las afueras de la concentración cuando escuchó que alguien le pedía que por favor le sostuviera unos segundos un listón de madera. Pablo no dijo nada y tomó la posta, mientras que el flaco que le había pedido ayuda le cambiaba las pilas a un megáfono.
«¡Gracias, compañero!», le grito el flaco para que Pablo pudiera escucharlo entre tantos bombos y gritos. «Por nada», respondió el, y al levantar la cabeza vio que el listón que había sostenido era de una pancarta que decía, en letras enormes, «¡Esta, mi ley!»