El adiós a Marciano Suárez

Noventa y dos años tenía Marciano Suárez. Y entre que el tiempo lo había dejado sin sus viejos amigos (y nuevos tampoco tenía) y que nunca llegó a ser el goleador augurado, a su sepelio, que duró apenas una mañana, asistieron sólo tres personas: un vecino, el enfermero que lo cuidó hasta el final y su sobrina.

Fue justamente ella quien se acercó al ataúd antes de que lo cerraran definitivamente y dejó junto a Suárez un objeto que los pocos presentes sabían lo que era y lo que significaba.

Si Marciano Suárez hubiera jugado más tiempo en primera, tal vez los diarios le habrían dedicado algunas líneas y las radios unos minutos. Pero no, sólo jugó dos años en Talleres y uno en Independiente, pero allí pocas veces dejó el banco de suplentes, y cuando entró, casi siempre en el segundo tiempo, defraudó a todos.

Él y Domingo, su hermano mellizo, ficharon para Talleres con 19 años, en 1947, y ese año se convirtieron en estrellas. Marciano jugaba de nueve y Domingo de diez, y esa combinación dio como resultado una delantera tan fuerte como eficaz.

Había un tercer Suárez, el mayor, Ángel, pero él había fichado tres años antes para Godoy Cruz, así que no pudo ser parte de esa formación azulgrana en la que los otro Suárez se deleitaban haciendo goles.

No era casualidad que los Suárez jugaran en Talleres y Godoy Cruz. Es que vivían en Dorrego, en una tapera cerca de las viñas, por la Calle del Tacho, más conocida hoy como Remedios Escalada.

Los Suárez habían crecido por ahí, entre huellas de tierra y cascotes sueltos, y no se sabe bien en qué trabajaba el padre, pero sí era seguro que en la familia se sacaban el hambre a cachetadas, así que los tres hermanos, además de jugar al fútbol, trabajaban en otra cosa.

Por eso, las chirolas que significaba el sueldo del futbolista eran el extra con el que los Suárez se daban los gustos: boliches, chupi, puchos y, en el caso de Domingo, una pelota de cuero profesional que sólo usaba para jugar en la cancha de Talleres. La llevaba a los entrenamientos y luego, en su casa, la lustraba, le pasaba grasa de vaca y la guardaba en el fondo del armario. Y para que no hubiera confusiones y el canchero del club no la fuese a guardar con las otras, Domingo le escribió su nombre con pintura blanca en uno de los cascos.

Pero la pelota no le duró mucho a Domingo. Una tarde de noviembre de ese año, después del entrenamiento, los Suárez volvían a su casa junto con otros jugadores. Jóvenes y deportistas, caminaban haciéndose bromas y empujándose, y en una de esas la pelota se escapó de las manos de Domingo y cayó al canal por el que ese día corría agua como si fuera un río.

Impotentes, entre puteadas y maldiciones, vieron cómo la pelota se perdía en la correntada. Domingo se descerrajó en insultos contra él, contra nadie, contra todos, y prometió que se iba a comprar otra el próximo año, porque los ahorros que había podido juntar hasta el momento más el aguinaldo ya tenían destino: una Puma '45.

Enero de 1948 encontró a Domingo yendo y viniendo a todos lados en su Puma, que cuidaba con el mismo celo que antes le había dispensado a la pelota. Y como la pelota, pero de madrugada, la moto terminó en el Cacique Guaymallén, pero esta vez Domingo cayó con ella.

Volvía de una noche de mucho alcohol y, según parece, porque no hubo testigos, perdió el control cruzando el mismo puente y pasó de largo a un canal que ese día no llevaba tanta agua.

La muerte de Domingo destruyó a la familia, especialmente a Marciano, quien siguió jugando en Talleres pero ya no rindió lo mismo. Y en el '49 pasó a Independiente, pero apenas si pudo ser la sombra del que era cuando jugaba junto a Domingo. Entonces, en 1950, dejó definitivamente el fútbol, y con su nuevo trabajo de cartero tuvo tiempo libre, por lo que se enlistó en un cuerpo de bomberos voluntarios.

Marciano nunca se casó y con los años fue ascendiendo en el Correo y en los bomberos, y veinte años después, en enero de 1970, el aluvión que asoló Mendoza lo encontró como jefe de cuerpo.

Puestos todos al servicio de la reconstrucción de la ciudad, el escuadrón de Suárez fue destinado a la limpieza de cauces, especialmente el Cacique Guaymallén, y así fue como a la altura de Colonia Segovia, entre las ramas de un sauce caído al cauce, en el lodo que había arrastrado la corriente hasta allí, distinguió algo del color del barro pero con una forma familiar. Se dio cuenta de que era una de las viejas pelotas de cuero, y cuando la desenterró y la tuvo entre las manos fue descubriendo lentamente, removidos el barro y el tiempo, que uno de los cascos decía "Domingo".

El bombero de 42 años que había prestado servicio en mortales accidentes y colosales incendios nunca tuvo que ser auxiliado como aquella vez. Las piernas se le doblaron, un dolor le retrajo el pecho, una palidez extrema le deformó la cara...

Hoy a la tarde sepultaron a Marciano Suárez. Promesa de gran jugador, jubilado del Correo, retirado con honores del cuerpo de bomberos voluntarios y mellizo de Domingo. En el cementerio sólo hubo tres deudos: un vecino, el enfermero y la sobrina, la hija de Ángel, que antes de que cerraran el ataúd depositó con un amoroso gesto junto a su tío una vieja pelota de cuero en uno de cuyos cascos aún puede leerse "Domingo".


(Publicado en La Deportiva Digital N°3, 16 de junio de 2020)